viernes, 3 de enero de 2025

El Capitolio estadounidense y sus símbolos masónicos

 


Bien puede decirse que el Capitolio de Washington es un enorme templo laico, construido en una compleja coyuntura histórica que auspiciaba la caída definitiva del Antiguo Régimen en Occidente. Se comenzó a edificar en 1793, pero, de alguna manera, ya se había intuido cuando, tras la batalla de Yorktown (1781) y la firma del Tratado de París (1783), las trece colonias británicas de América del Norte se independizaron de la metrópoli. Nació entonces una joven nación, los Estados Unidos de América del Norte, que asumía el nuevo ideario derivado del pensamiento ilustrado y que, en consecuencia, reconocía la igualdad y la libertad de todos sus ciudadanos, tal como se plasmó en la Constitución aprobada en el Congreso de Filadelfia de 1787 por cincuenta y cinco representantes de las antiguas colonias.

 

En ella se establecía un sistema de gobierno republicano, federal y democrático, encabezado por un presidente –cargo que recayó en el general George Washington–, que ejercería el poder en colaboración con un Congreso formado por dos cámaras legislativas (Cámara de Representantes y Senado). Urgía, pues, levantar aquellos edificios que acogieran los nuevos poderes del Estado y se convirtieran en buques insignia de la nueva nación.

Un Congreso nómada

Para ello se comenzó por establecer el distrito federal de Columbia, un topónimo en clara alusión a Colón, desde donde coordinar los gobiernos de los diferentes estados federados. Allí se fundaría una capital de nuevo cuño, que recibió el nombre de Washington en honor al general victorioso y primer mandatario de la nación, donde residiría el presidente y donde se erigiría el edificio del Congreso, o Capitolio, destinado a acoger a las cámaras legislativas, que hasta entonces no habían tenido una sede fija.

Para urbanizar la nueva capital se escogió al arquitecto francés Pierre Charles L’Enfant (1754-1825), en la seguridad de que aplicaría en su trazado la normativa que imponía la razón y los principios derivados de su pertenencia a la francmasonería. Para la construcción del Capitolio, el entonces secretario de Estado, Thomas Jefferson, abrió en 1792 un concurso para seleccionar el proyecto más conveniente y un segundo certamen para levantar la residencia del presidente, la actual Casa Blanca, que ganó el arquitecto irlandés James Hoban (1758-1831).

En el caso del Capitolio, su construcción fue un trabajo en equipo. En un principio se rechazó la propuesta del arquitecto Étienne Sulpice Hallet (1755-1825) por lo excesivo de su coste, y, en su lugar, se aprobó la de William Thornton (1759-1828), un arquitecto de origen británico, aunque formado en Francia, que aseguró haberse inspirado “en la solemnidad del palacio del Louvre y la majestuosidad del Panteón de Roma”. No obstante, no se quiso descartar a Hallet, y se le encomendó que supervisara los costes y ejerciera de superintendente de Thornton.

También Hoban, como responsable de la construcción de la Casa Blanca, colaboró en la revisión del proyecto, junto con el británico Benjamin H. Latrobe (1794-1820) y el norteamericano Charles Bulfinch (1763-1844), considerado el primer arquitecto nacido en suelo estadounidense.

Todos ellos eran miembros de la masonería. De ahí la abundancia de símbolos de esa organización en un edificio neoclásico de equilibradas proporciones, líneas austeras, pero solemnes, y abundantes columnatas, en manifiesta alusión a la arquitectura clásica.

En su toma de posesión en 1791, George Washington, que llegó a ser gran maestro de la logia Alexandria de Virginia, juró su cargo sobre una Biblia de la logia de San Juan de Nueva York. Además de él, también eran miembros de la masonería 31 de los 55 ciudadanos que firmaron la Declaración de Independencia y 23 de los 39 signatarios de la Constitución. De hecho, hasta el papel moneda estaba trufado de simbología masónica.

En ese contexto se edificó el Capitolio. Valga, para certificarlo, la invitación publicada en varios diarios de la época, instando a los masones a participar en la ceremonia de colocación de la primera piedra del edificio. “El Capitolio está en progreso y la piedra angular se colocará con la ayuda de la fraternidad. A los miembros dispersos se les pide que se unan al trabajo”, se leía en la nota.

Sin duda, el llamamiento tuvo éxito. A primera hora de la mañana del 18 de septiembre de 1793, George Washington, vistiendo el mandil masónico y portando una paleta de plata, la escuadra y el compás, encabezó el cortejo que se dirigió al lugar señalado para la ceremonia. Le acompañaban los miembros de todas las logias masónicas de Maryland y representantes de las de Virginia y Nueva York, seguidos por una compañía de artillería, con una piedra tallada por el platero Caleb Bentley, también masón, a modo de “piedra angular” de la nación que entonces iniciaba su camino en la historia.

De la solemne escena se guarda memoria en un panel de la puerta del Senado diseñado en 1868, durante el mandato del también masón Andrew Johnson (1808-1875). No es la única decoración que refleja los vínculos del Capitolio con esta institución: en la pintura del interior de la cúpula aparece, en un lugar preeminente, el dios Hermes, inspirador de la tradición hermenéutica, y en diversas partes del edificio puede contemplarse el símbolo de la escuadra y el compás.

En continua construcción

Tras la ceremonia inaugural, comenzó la construcción. La colaboración de L’Enfant fue decisiva, ya que, en 1791, había conseguido el alquiler de canteras de piedra arenisca de Stafford (Virginia), que pudo utilizarse tanto para los cimientos como para los muros exteriores, que, posteriormente, se recubrieron de placas de mármol blanco. El resultado fue un solemne edificio de dos alas en torno a un patio central cuadrado, que no solo debía albergar los órganos legislativos, sino que debía erigirse en exponente máximo del espíritu que animaba el nuevo Estado.

No obstante, su construcción definitiva no se debió a los arquitectos que lo proyectaron. Por diversos desacuerdos con Jefferson, Hallet fue sustituido en 1795 por el arquitecto italobritánico George Hadfield (1753-1826), también miembro de la masonería, al igual que su antecesor.

La alternancia de responsables ralentizó las obras, y hasta 1811, la Cámara de Representantes hubo de reunirse en un pabellón de madera que no abandonó hasta que se culminó el proyecto. Este se remató con una cúpula de madera recubierta de cobre. Bajo ella se hallaba la Rotonda, corazón simbólico, e incluso físico, del edificio, donde se llevan a cabo actos solemnes como los funerales de Estado de expresidentes u otras personalidades, como la afroamericana Rosa Parks o el general MacArthur, así como firmas de acuerdos internacionales.

Sin embargo, a excepción de la Rotonda, la morfología del Capitolio no fue aún la definitiva. En 1814, en el ámbito de la guerra que enfrentó a Gran Bretaña con EE. UU. por la posesión de las colonias canadienses, los británicos incendiaron la sede del Congreso, que prácticamente tuvo que rehacerse. Se rediseñaron ambas cámaras, se añadió la escalinata frontal y el pórtico con columnas y se levantó una nueva cúpula sobre la primera.

Hacia 1850, se entendió que el Capitolio no podía albergar al elevado número de senadores y congresistas derivados de la incorporación de nuevos estados a los trece originales. Así, tras llevar a cabo una ampliación que duplicó las dimensiones del edificio primigenio, la cúpula pareció empequeñecerse. Para evitar tal desproporción, que contrariaba el ideal neoclásico con que fue proyectado, el arquitecto Thomas U. Walter (1804-1887) la sustituyó por otra construida en hierro fundido y revestida de mármol, la misma que, actualmente, corona el edificio, inspirado en Los Inválidos de París, obra de Jules Hardouin-Mansart (1646-1708).

La cúpula tiene un diámetro de treinta metros y supera en tres veces la altura de la original. Está dividida en dos secciones, la corona una estatua de la libertad, añadida en 1863, y un gran óculo en su interior permite contemplar el fresco La apoteosis de Washington, donde se pone de manifiesto la concepción de progreso y defensa de la libertad que había animado al colectivo masónico que había orquestado el nuevo Estado.

Pese a la envergadura de la obra, la de 1850 no fue la última remodelación del Capitolio. En 1958 se amplió el pórtico Este, y dos años después se procedió a la restauración de la cúpula, cambiando la base de piedra arenisca por mármol. La misma operación se llevó a cabo en las columnas corintias originales, reemplazadas por otras de mármol, si bien, en honor a los artífices del primer Capitolio, se conservaron en un espacio ajardinado creado al efecto por el arquitecto paisajista Russell Page (1906-1985), conocido como US National Arboretum Garden.

Recobrando la propia historia

Cuando hablamos del Capitolio de Washington D. C., no cabe olvidar el momento histórico en que empezó a construirse: una época en la que resonaban valores como la utilidad de la ciencia, el mérito del trabajo, el amor por la naturaleza, la fraternidad entre todos los seres humanos y la necesidad de abolir determinados usos del pasado, como la tiranía de los poderosos o la superstición.

Para ello había que recurrir al ejemplo de los grandes hombres de la historia y, en concreto, a las gestas que habían hecho posible el nacimiento de la nueva nación. De ahí que, en 1856, el presidente y masón Franklin Pierce (1804-1869) encargara a un pintor italoamericano, Constantino Brumidi, que realizara en los pasillos del Senado una serie de murales que reflejaran diversos hitos de la historia y la cultura americanas.

Así, en los llamados corredores Brumidi se representa la llegada de Colón a América, la firma de la Constitución en Filadelfia, la anexión de Luisiana, diversos pasajes de la vida de Benjamin Franklin –también masón– o imágenes de la flora y fauna autóctonas de EE. UU. Siguiendo el deseo de Brumidi, que quiso reservar determinados espacios para que pudieran pintarse logros futuros, en 1930 se añadieron otras escenas, como el primer vuelo de los hermanos Wright o el viaje de Charles Lindbergh en el Espíritu de San Luis. Finalmente, en 1975, Allyn Cox reflejó la llegada del hombre a la Luna.

En la actualidad, el Capitolio sigue siendo el primer órgano administrativo del gobierno federal. A lo largo de sus doscientos años de historia se han ido levantando en su entorno diversos edificios, como las oficinas de representantes y senadores, la Corte Suprema de EE. UU. y la Biblioteca del Congreso, que no solo lo rodean, sino que parecen rendir pleitesía a su condición de símbolo de la nación.

oM. Pilar Queralt del HierrO

03/01/2025

 

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 679 de la revista Historia y Vida.

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